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Brota drenaje sobre la calle Periodistas

Afectaciones en una de las calles más transitadas de la ciudad

Brota drenaje sobre la calle Periodistas : Afectaciones en una de las calles más transitadas de la ciudad
José Gaytán
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El tránsito usual, cargado de rutina, se ve interrumpido por un enemigo invisible: un brote de aguas residuales que emerge con fétido descaro de un registro rajado.

El hedor, implacable, se extiende como una mancha insidiosa por la acera y la calzada, contaminando el aire, alterando la circulación y vasallando el entorno con su nauseabundo dominio. Es una situación que no solo perturba los sentidos: resulta una afrenta contra el derecho a transitar con dignidad, contra la seguridad económica de quienes tienen sus comercios al margen de ese cauce de desperdicio, y contra la noción mínima de lo urbano como espacio compartido y cuidado.

La calle Periodistas, antaño escenario de actividad diaria —un entramado de comercios, vida citadina, pasos apresurados y saludos cotidianos— ahora se ha convertido en una trampa olorosa. El tránsito vehicular se ralentiza: conductores dudan entre avanzar sobre el lodazal que amenaza con asaltar neumáticos y bajos de vehículo, o dar la vuelta y desviar la ruta. El flujo peatonal se ve corrompido: cruzar la calle implica exponerse al rezongo acuoso que emerge del registro con impredecible insistencia. Se colapsan espacios que se asumían seguros, y se fomenta la improvisación ambiental: una mancha informe, firme en su entrometimiento, que anula la lógica urbana para imponer su desorden líquido y pestilente.

Esta ruptura pública no solo afecta el tránsito, sino que desborda en perjuicios concretos. Los locales aledaños, antaño propicios para desayunos tempraneros, cafés de sobremesa o compras al paso, ahora enfrentan una deserción forzada. El dependiente que coloca su toldo o su aviso sobre acera y calle impide ver el reguero; sin embargo, ni el cartel más vistoso logra neutralizar el repudio olfativo. No hay escaparate, oferta o promoción capaz de seducir ante el acecho inaguantable del líquido residuo, ese último gesto de indiferencia urbana traducido en olor.

Las dinámicas económicas se deforman: se reducen los clientes, mengua la intención de compra, y con ello decae el sustento de quienes dependen de esa clientela para salir adelante. El impacto genera un efecto dominó: menos movimiento, caen ventas, crece la sensación de abandono. Lo que podría parecer un inconveniente temporal, se transforma en piedra de tropiezo para el microcomercio local, para la confianza de quienes venden, para la jornada de quienes esperan que la calle siga siendo espacio de intercambio, no de repudio sensorial.

El brote también subraya otra grieta: la negligencia urbana que deja desatendidos los signos más elementales del orden público. Un registro mal cerrado, una tapa desplazada, un drenaje colapsado; el hecho es que el fango brota del asfalto como una denuncia muda sobre la fragilidad de la infraestructura. La calle Periodistas evidencia que las grietas pequeñas, cuando se ignoran, pueden devenir goteras que socavan la convivencia. La pintura deslavada en la banqueta, los baches adyacentes, se mezclan con el residuo: la suma de omisiones que, en el crisol del brote, emergen con toda su memoria de desencanto.

Más allá del hedor, el problema acarrea intangibles que hieren tanto como el olor: la sensación de que lo común se ha vuelto hostilidad. Caminar con paso sosegado, detenerse en un negocio, cruzar una calle (actividades que deberían ser triviales) se vuelve acto calculado o descartado. Con ello, lo urbano pierde su sentido de convivencia espontánea; espacios que antes facilitaban vida social, ahora exigen coraje para afrontarlos. Ese aura del malestar atraviesa cuerpos y emociones: el aroma agrio marca el día con un signo de precaución constante.

La crítica social aquí se vuelve obvia: vivimos en ciudades donde los principios de lo público —como calles transitables, drenajes estables, higiene — se desacatan con la misma indiferencia con que se silencia el clamor de una calle inundada en residuos. Se naturaliza el malestar, se legitima el atasco, se calla el olor. Se prioriza lo menos urgente, se celebra la superficie inmaculada mientras se deja pudrir lo urgente. Como si el descuido embelleciera la ciudad. El brote en la calle Periodistas no es una falla aislada: es un fragmento revelador de falta de prioridad, de dilación institucional, de invisibilidad al pequeño drama cotidiano de quienes cruzan, compran, venden, viven el día a día.

Este episodio reclama que se coloque en prioridad aquello que no debería haber dejado de ser atendido: alcantarillado en buen estado, drenajes funcionales, registros cerrados, calles transitables, comercio viable. Reclama que lo público no sea olvido, que las rutinas urbanas no se desequilibren ante un brote que, si se hubiera previsto, sería apenas un problema menor, una intervención de rutina. El brote no es solo síntoma de deterioro físico, sino de deterioro moral de una ciudad que prohija la falta de cuidado y tolera que una calle huela a abandono.

Por último, la crítica social apunta a nuestra propia inercia como comunidad: ¿por qué dejamos que sobreviva el equilibrio entre lo incómodo y lo tolerable hasta que lo incómodo explota en forma de hedor y de caos vehicular? ¿Por qué no exigir que una calle no huela mal antes de que madres, comerciantes, repartidores y transeúntes deban sortear un charco pestilente como quien esquiva un bache mortal? Se impone entonces la demanda ciudadana —no de autoridad ni de poder, sino de quien recorre, invierte, se vincula al espacio público—: la petición de lo mínimo, de lo decente, de lo asequible como base de lo urbano digno.

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