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Captan a padre de familia con sus hijos pidiendo dinero en un crucero

La imagen indigna a los automovilistas al observar la irresponsabilidad de los adultos al exponer a menores

Captan a padre de familia con sus hijos pidiendo dinero en un crucero : La imagen indigna a los automovilistas al observar la irresponsabilidad de los adultos al exponer a menores
José Gaytán
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En un crucero de la ciudad de Piedras Negras, sobre la transitada avenida 16 de Septiembre, justo en su intersección con la calle Periodistas, una escena común pero no por ello menos inquietante se repitió una vez más: un hombre adulto, en compañía de tres menores, pedía dinero entre los vehículos detenidos por el semáforo. La imagen, captada por automovilistas, expone una realidad que atraviesa lo económico, lo social, lo ético y lo humano.

Lo que a simple vista puede parecer un acto de necesidad, carga en el fondo una serie de preguntas dolorosas: ¿Qué condiciones deben confluir para que un padre lleve a sus hijos a pedir limosna en la vía pública? ¿Qué sociedad permite que los más vulnerables —niños, niñas, adolescentes— sean puestos en la primera línea de exposición al riesgo con tal de obtener unas monedas?

El uso de menores para la mendicidad es una de las expresiones más visibles de la precariedad urbana y de las fracturas estructurales que persisten en el tejido social. A diferencia de otras problemáticas más discretas, esta se manifiesta a plena luz del día, frente a decenas de testigos que cada hora se detienen en ese mismo semáforo, observando por la ventana de sus vehículos un drama que parece repetirse sin consecuencias.

Lo más inquietante es la normalización de estas imágenes. Se han vuelto parte del paisaje urbano, parte del ruido cotidiano. Se les mira con prisa, con incomodidad, con impotencia, o incluso con indiferencia. Pero cada una de estas escenas representa no solo un fracaso institucional, sino también una pérdida colectiva de sensibilidad. Porque lo anormal se ha vuelto rutinario. Y lo inadmisible, tolerado.

El hecho de que menores de edad estén bajo el sol, entre el humo de los autos, caminando entre carriles, expuestos a peligros físicos, emocionales y sanitarios, no debería pasar desapercibido. Las temperaturas extremas que se registran en la región —con sensación térmica que supera fácilmente los 40 grados Celsius en temporada de calor— pueden provocar desde insolaciones hasta deshidratación en niños. A esto se suma el constante riesgo de atropellos o conflictos con automovilistas, sumiendo a los menores en un entorno hostil y ajeno a cualquier noción de protección o bienestar.

Pero esta no es solo una historia de necesidad. Es también una historia de desplazamiento. Muchos de quienes recurren a estas prácticas provienen de otros países o regiones, migrantes que se encuentran varados, sin recursos ni alternativas. En muchos casos, se enfrentan a una doble vulnerabilidad: por su estatus migratorio incierto y por la precariedad absoluta de su situación. La calle se convierte en el único espacio posible de supervivencia. Y los niños, en piezas centrales de una estrategia desesperada para apelar a la compasión pública.

No es una cuestión de juicio moral hacia quienes piden, sino una señal de alarma social. Porque si un adulto siente que su única opción es colocar a sus hijos en medio del tráfico para conseguir ingresos, es evidente que hay múltiples sistemas que están fallando: el acceso al empleo digno, los programas de apoyo alimentario, la red de asistencia social, los sistemas de protección infantil, las políticas de migración humanitaria.

El fenómeno también visibiliza otra capa del problema: la desigualdad estructural. Mientras unos viajan en vehículos con aire acondicionado, avanzando hacia sus destinos diarios, otros caminan entre autos calientes, sudorosos, vulnerables, sin garantías, sin futuro. El crucero no es solo un punto geográfico, es un lugar de contraste social extremo. Un espejo en el que todos, en mayor o menor medida, se reflejan.

Y aunque la exposición de menores en actividades de mendicidad debería generar indignación automática, muchas veces solo genera incomodidad momentánea. En algunos casos, se da una moneda para aliviar la conciencia; en otros, se desvía la mirada. Pero raramente se actúa o se cuestiona el trasfondo. Esa pasividad, esa costumbre de no involucrarse, contribuye a que el problema persista.

Además, la presencia constante de menores en los cruceros alimenta un ciclo que se retroalimenta. La compasión ciudadana —comprensible y humana— termina siendo, sin quererlo, una validación de esa dinámica. Cada moneda entregada representa, para quienes practican la mendicidad, una confirmación de que funciona. Así, los niños siguen en la calle, no porque sea la mejor opción, sino porque es la menos inviable entre muchas otras que simplemente no existen.

Lo que se observa en este crucero de Piedras Negras no es exclusivo de una calle, ni de una ciudad. Es un fenómeno extendido en muchas zonas urbanas de México y América Latina. Pero su repetición no lo hace menos grave. Todo lo contrario: lo convierte en un síntoma crónico de una enfermedad social que ha dejado de doler porque ha sido anestesiada por la costumbre.

Los menores en situación de calle, en condición de mendicidad o expuestos al trabajo informal no deberían ser parte del paisaje. No deberían ser utilizados como recurso emocional ni como estrategia de ingreso. Son individuos con derechos, con dignidad, con necesidades profundas que van más allá de una moneda ocasional.

La verdadera solución no está en condenar al padre, ni en responsabilizar al transeúnte. Está en construir un sistema que no obligue a nadie a recurrir a la explotación de la infancia para sobrevivir. Que no tolere como aceptable lo que debería ser motivo de intervención inmediata. Que ponga a la niñez en el centro, no del semáforo, sino de las políticas públicas, de las prioridades presupuestarias, del interés colectivo.

Mientras tanto, la ciudad sigue avanzando. El semáforo cambia de color. Los autos continúan su marcha. Y entre ellos, tres niños siguen caminando, con el calor en la piel, con la mirada alerta, con una infancia que no debería vivirse así.

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