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Casa del Niño, donde se reconstruye la infancia desde el afecto

Torreón
Héctor Esparza
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Caridad y esperanza para los pequeñines

En una ciudad que arrastra problemas estructurales de violencia, pobreza, drogadicción y desintegración familiar, existe un lugar donde las heridas de la infancia encuentran bálsamo. La Casa de Beneficencia de Torreón A.C., conocida popularmente como “la Casa del Niño”, ha sido desde hace más de un siglo un refugio para decenas de niñas y niños en situación de vulnerabilidad.

Fundada en 1917 por Samuel Cereceres Garza, en pleno contexto de la Revolución Mexicana, este albergue nació como un acto de respuesta humanitaria para los huérfanos del conflicto. Con el tiempo, y gracias al apoyo de ciudadanos comprometidos como María Olivia de Lozano y María Asúnsolo de Luján, así como del Ayuntamiento y la Cámara de Comercio, la institución fue tomando forma. En 1949, fue reconocida oficialmente como una asociación civil sin fines de lucro con un objetivo claro: proteger a niños y niñas de entre 3 y 12 años de edad que enfrentan riesgo social o familiar.

Actualmente ubicada en la colonia El Tajito, la Casa del Niño recibe anualmente a alrededor de 80 menores, provenientes en su mayoría de entornos marcados por la violencia, la adicción o el abandono. En muchos casos, son las propias madres quienes, entre el dolor y la desesperación, acuden al albergue buscando un resguardo digno para sus hijos. En otros, es la PRONNIF o el DIF quien canaliza a los menores.

“La mayoría llega por petición directa de sus padres, muchas veces madres solas que enfrentan situaciones imposibles”, explica la directora María Gloria de la Rosa Castelo. El primer contacto se da casi siempre por teléfono. Se realiza una entrevista cuidadosa para conocer las circunstancias del niño, se solicita información básica y se plantea la posibilidad de una entrevista presencial. El equipo de psicología aplica pruebas y valora la estabilidad emocional del menor antes de su ingreso. El proceso, aunque breve, está lleno de contención y escucha.

Una vez admitido, cada niño o niña es recibido con un protocolo cálido: se le asigna una guía, se le presenta a la comunidad y se le acompaña en una etapa de inducción de tres semanas. La psicóloga lo observa diariamente y, durante los siguientes dos meses, se da un seguimiento cercano a su proceso de adaptación. Paralelamente, el área psicológica trabaja también con las familias, buscando no solo atender al menor, sino comprender el entorno que lo trajo hasta ahí.

Las actividades dentro del albergue no solo están enfocadas en la manutención. Se les brinda regularización académica en español, matemáticas y computación; participan en talleres de manualidades, espiritualidad, meditación y tareas. Se les dota de útiles escolares, ropa y alimentos, en parte gracias al bazar que opera la propia institución.

El contexto que rodea a estos menores es brutal. En la Comarca Lagunera, colonias enteras enfrentan pobreza extrema, falta de servicios públicos, violencia intrafamiliar y la presencia constante del narcomenudeo. Según cifras del Centro de Integración Juvenil, el 65% de los consumidores de drogas en la región son menores de edad, y muchos inician su consumo entre los 9 y 10 años. Además, se registra un aumento en los casos de abuso, abandono y embarazos adolescentes, todo ello en un entorno donde la salud mental infantil suele quedar relegada.

“Muchos de nuestros niños vienen de historias difíciles. Algunos no muestran empatía hacia los que recién llegan, porque han aprendido a sobrevivir solos. Me preocupa, porque tienen tanto qué agradecer…”, comenta la directora. No obstante, con el acompañamiento adecuado, varios de estos pequeños logran integrarse, construir vínculos y fortalecer su autoestima.

En un país donde siete de cada diez personas con problemas de salud mental no reciben atención, y donde las instituciones públicas enfrentan limitaciones estructurales, la Casa del Niño resiste como un modelo de atención humanista. Sin aspavientos ni reflectores, aquí se reconstruyen infancias rotas, una por una, desde el amor, la disciplina y la dignidad.

Más que un albergue, la Casa de Beneficencia de Torreón es un recordatorio de lo que puede lograrse cuando la comunidad, la empatía y la voluntad convergen en favor de los más vulnerables. En cada risa recuperada, en cada dibujo colgado en sus paredes, late la esperanza de que ningún niño vuelva a sentirse solo.

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