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Cómo cambiaron los medicamentos la historia del VIH: de sentencia a control

ENFERMEDADES
Redacción El Tiempo
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A finales de los años 80, la misma escena se repetía en hospitales de todo el planeta: jóvenes que parecían estar sanos llegaban con infecciones graves y morían poco después.

Tras recibir el diagnóstico, la expectativa de vida apenas alcanzaba de 1 a 3 años, y prácticamente todas las personas infectadas desarrollaban SIDA si no recibían tratamiento. Para 1990, el VIH ya había causado más de 100 mil muertes en Estados Unidos y avanzaba sin control por todos los continentes.

El VIH actúa como un verdadero estratega microscópico: ataca las células encargadas de defendernos, los linfocitos CD4, y una vez dentro utiliza su maquinaria para replicarse. Primero convierte su ARN en ADN mediante la transcriptasa reversa; luego ese ADN se integra en el núcleo celular y transforma la célula en una fábrica de copias virales. A medida que destruye los linfocitos, el sistema inmunitario queda indefenso y cualquier infección oportunista puede resultar letal.

Encontrar un fármaco capaz de detener este proceso parecía una misión imposible. Lo que hoy vemos como normal —tener un tratamiento contra el VIH— fue en su momento un descubrimiento improbable: un medicamento creado en 1964 para tratar el cáncer quedó olvidado durante décadas, hasta que la aparición del VIH le dio una nueva utilidad. Esa molécula, la zidovudina, se convirtió en 1987 en el primer tratamiento eficaz contra el SIDA.

La zidovudina atacaba justo el primer paso de la replicación viral: impedía que la transcriptasa reversa copiara el material genético del virus. En el laboratorio, el VIH dejaba de reproducirse. Por primera vez, quedó claro que era posible frenarlo.

“Cuando este medicamento salió al mercado era lo único disponible, pero causaba muchos efectos secundarios, sobre todo anemia, y con el tiempo el virus desarrollaba resistencia”, explica el infectólogo Sigfrido Rangel, gerente médico de GSK, la compañía que desarrolló el primer fármaco contra el VIH.

Pese a sus limitaciones, la zidovudina mostró el camino: si el virus infectaba las células humanas para copiar su ADN dentro de ellas, entonces había que bloquear ese proceso. La ciencia ya conocía su objetivo; ahora necesitaba múltiples herramientas para atacarlo.

La revolución de la terapia combinada

A mediados de los años 90, tras casi diez años de usar AZT como único tratamiento, quedó claro que el virus siempre encontraba una forma de escapar. Entonces surgió una pregunta crucial: ¿y si en lugar de usar un solo medicamento se atacaba al VIH desde distintos puntos a la vez?

El virus debía atravesar varias etapas para reproducirse; la clave era bloquear varias de ellas simultáneamente. La respuesta llegó con los primeros inhibidores de proteasa, fármacos que impedían que el virus se ensamblara correctamente.

En 1995, Roche introdujo Saquinavir; un año después, Abbott y Merck lanzaron Ritonavir e Indinavir. En 1997 apareció Nelfinavir de Agouron. En cuestión de meses, un único tratamiento se transformó en un verdadero arsenal.

La combinación de al menos tres antirretrovirales —dos inhibidores de transcriptasa reversa y un inhibidor de proteasa— logró una supresión viral profunda y duradera, junto con una notable recuperación del sistema inmunitario. Así nació la Terapia Antirretroviral de Gran Actividad (TARGA), capaz de transformar el futuro de las personas con VIH.

Entre 1995 y 1998, las muertes por SIDA en países desarrollados disminuyeron más del 60%. El VIH dejó de ser la principal causa de muerte entre adultos jóvenes. El optimismo alcanzó su punto más alto en la conferencia de Vancouver en 1996, donde se anunció algo que parecía imposible: cargas virales indetectables, sistemas inmunes recuperados y pacientes con expectativas de futuro.

Por primera vez, vivir con VIH dejaba de significar una sentencia.

Una industria transformada para combatir al virus

El desafío del VIH movilizó a grandes compañías farmacéuticas. Roche, Abbott y Merck lideraron inicialmente con los inhibidores de proteasa. Con el tiempo, otras empresas tomaron protagonismo:

Gilead Sciences, con esquemas más simples y efectivos.

Janssen y Boehringer Ingelheim, con contribuciones clave al arsenal mundial de antirretrovirales.

La investigación se enfocó en terapias menos tóxicas, más fáciles de tomar y accesibles globalmente.

Del “cóctel” a la tableta única: la era moderna

Aunque la mortalidad disminuyó, los primeros tratamientos tenían un gran inconveniente: requerían entre 12 y 15 pastillas al día, en horarios estrictos y con reglas específicas de alimentación. Saltarse una dosis podía permitir que el virus desarrollara resistencia. Además, los efectos secundarios eran notorios: lipodistrofia, problemas renales, náuseas persistentes y una calidad de vida comprometida.

La ciencia entendió que el objetivo no era solo prolongar la vida, sino mejorarla.

La integrasa: una diana que volvió a cambiarlo todo

En los años 2000, una nueva enzima se convirtió en objetivo terapéutico: la integrasa, esencial para que el VIH inserte su ADN en el núcleo de la célula. Al bloquearla, se impedía que el virus se estableciera.

“Los inhibidores de integrasa son extremadamente potentes… combinados con los inhibidores de transcriptasa reversa forman esquemas muy eficaces, con menos pastillas y menos efectos adversos”, señala Rangel.

Gracias a esta clase de medicamentos, fue posible unir los tres componentes del tratamiento en una sola pastilla diaria (los STR). La adherencia mejoró, la toxicidad bajó y la distribución global se hizo más sencilla.

El presente: indetectable es intransmisible

Los tratamientos actuales ofrecen alta eficacia, baja toxicidad y una sola toma al día. Con una carga viral indetectable, una persona con VIH no transmite el virus, incluso en relaciones sexuales sin preservativo. Esta conclusión, respaldada por estudios gigantes como PARTNER I y II, cambió para siempre el estigma asociado al VIH:

Indetectable = Intransmisible (I = I).

Miles de parejas serodiscordantes tuvieron relaciones sin protección durante años y no se registró ninguna transmisión cuando la persona con VIH mantenía niveles indetectables.

Hoy, el VIH ya no define la vida de quienes lo portan. Es posible estudiar, trabajar, amar y construir un futuro mientras el virus permanece controlado.

¿Qué sigue?

La ciencia avanza hacia opciones aún más cómodas: terapias inyectables de larga duración, medicamentos que actúan durante meses y estrategias preventivas capaces de interrumpir la transmisión antes de que ocurra.

No se trata de olvidar lo vivido, sino de reconocer lo que la ciencia y quienes lucharon sin descanso consiguieron: transformar al VIH en una historia de supervivencia, resistencia y esperanza.

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