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TDAH: qué significa hoy vivir con un diagnóstico de déficit de atención

ENFERMEDADES
Redacción El Tiempo
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Cada 13 de julio, día dedicado a crear conciencia sobre el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH, por sus siglas en inglés ADHD), vuelve a ser tema de conversación a nivel global. En esta fecha se intensifican campañas, relatos personales, datos y análisis que llegan a padres preocupados, maestros agotados, o incluso a adultos que por fin comprenden lo que vivieron toda su vida.

Sin duda, ponerle nombre a ese malestar que se vivió en incertidumbre y silencio es liberador. Sin embargo, ese nombre puede volverse una barrera en vez de una puerta, un refugio estático con títulos y carteles, pero sin muchas soluciones reales.

En el Día Mundial del TDAH es importante cuestionarnos si realmente entendemos lo que significa ese término o si solo repetimos etiquetas que reemplazan el pensamiento crítico. ¿Qué sucede cuando un diagnóstico opaca a la persona, cuando no reconocemos que detrás de una etiqueta hay un ser único?

Las cifras epidemiológicas muestran que entre el 5% y el 10% de los niños en varios países han sido diagnosticados con TDAH; en algunas ciudades, este porcentaje supera el 15%.

Esto genera preguntas inevitables: ¿estamos ante una verdadera epidemia neurológica? ¿O ha cambiado lo que aceptamos como conducta normal en los niños?

Desde hace décadas, el diagnóstico de TDAH ha crecido rápidamente, a veces de manera confusa, dependiendo mucho del criterio de quien lo realiza.

Aunque existen criterios internacionales como el DSM y la Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD), en la práctica diaria, y sobre todo donde la atención médica es limitada, muchos casos pueden ser mal interpretados o agrupados bajo un concepto demasiado amplio y poco claro.

Adultos diagnosticados con TDAH a menudo fueron niños inquietos que no recibieron la atención adecuada ni el apoyo necesario.

El término TDAH puede abarcar a niños inquietos, adolescentes distraídos o desmotivados, y adultos con dificultades para concentrarse. Pero, ¿qué implica realmente este diagnóstico? ¿Es un trastorno neurológico legítimo? ¿Una categoría clínica útil? ¿O un mapa erróneo para entender distintas realidades que aún no comprendemos del todo?

La realidad probablemente sea más compleja, o quizás más simple, directa y fundamentalmente humana.

Respecto al diagnóstico, debemos preguntarnos: ¿qué buscamos? ¿Diagnosticar, definir, comprender, ayudar o acompañar? El diagnóstico debería abrir caminos para explicar, orientar y tratar, pero si se convierte en un fin en sí mismo, puede encasillar y limitar.

En la era actual de hiperconectividad, multitarea y constante sobreestimulación, mantener la atención es más difícil y puede parecer que muchas personas presentan síntomas similares al TDAH.

En ocasiones, el diagnóstico se basa en percepciones subjetivas que pueden llevar tanto a sobrediagnósticos como a subdiagnósticos, fallando en brindar la ayuda real que la persona necesita.

Muchos niños etiquetados con TDAH dejan de ser vistos como individuos con nombre propio para ser reducidos a términos como “hiperactivos” o “rebeldes”, perdiéndose así su singularidad.

Esto no ocurre solo en la escuela. Adultos diagnosticados más tarde sienten tanto alivio como limitación: “Ahora entiendo por qué soy así”, dicen.

El déficit de atención no siempre es una enfermedad, sino a veces una manera diferente de interactuar y responder al entorno cotidiano.

Pero esa explicación puede convertirse en una jaula si impide la posibilidad de mejorar. Por otro lado, no reconocer que el TDAH persiste en adultos que no fueron diagnosticados de niños puede impedir que reciban tratamientos adecuados, los cuales podrían transformar sus vidas tras años con diagnósticos equivocados como depresión.

Vivimos en una cultura que valora la velocidad, la productividad y la atención dividida en múltiples tareas, en un contexto de sobreestimulación e hiperconectividad. No sorprende que la atención sostenida se haya vuelto algo raro.

Sin embargo, en vez de preguntarnos si la sociedad está generando un ambiente poco favorable para el desarrollo atencional, tendemos a diagnosticar al individuo.

No es casual que muchos adultos ahora se identifiquen como “neurodivergentes” o “incomprendidos”, buscando una explicación para su sufrimiento. Pero cuando el diagnóstico se vuelve identidad, deja de ser una guía y se vuelve una limitación.

Comprender al niño con TDAH en su entorno y sin reducirlo a una etiqueta es fundamental para una intervención clínica más precisa y compasiva.

La dispersión puede no ser una enfermedad, sino una condición propia de la existencia actual, donde las redes sociales, la multitarea y la brevedad informativa han cambiado la manera en que nos concentramos.

La búsqueda constante de novedades y recompensas inmediatas podría ser la causa o consecuencia de esta dificultad atencional.

Aun así, quien se dispersa o cambia rápido de foco sigue siendo visto como problemático o ineficiente. Pero, ¿y si no siempre fuera así? ¿Si fuera solo un signo de los tiempos y no una patología? ¿O una habilidad olvidada?

Tal vez el problema no esté solo en la biología del individuo, sino en un entorno que patologiza ciertas formas de ser y evalúa sin considerar el contexto.

La singularidad de cada niño se pierde cuando la etiqueta TDAH sustituye su nombre y sus experiencias.

En lugar de enfocarnos en qué le falta al niño que no puede quedarse quieto, deberíamos preguntarnos qué necesita, qué quiere expresar, qué está interrumpiendo su desarrollo y qué nos dice ese síntoma.

No se trata de negar la existencia de casos reales, sino de ir más allá de un diagnóstico y una medicación para ver al ser humano y sus circunstancias.

La famosa frase “El hombre y sus circunstancias” del filósofo José Ortega y Gasset nos recuerda que la identidad está íntimamente ligada al entorno y a las condiciones de vida, un concepto fundamental para entender problemas actuales como el estrés, la desmotivación y la depresión.

El TDAH existe y no debe negarse, pero también hay sobrediagnóstico, medicalización precoz y una tendencia a usar etiquetas para simplificar lo complejo.

Muchas personas han mejorado con un diagnóstico y tratamiento adecuados, pero no se trata de elegir una posición extrema, sino de poner a la persona antes que a la clasificación.

Muchos adultos reciben el diagnóstico tras años de confusión y tratamientos incorrectos para otros trastornos.

A veces, sin un vínculo empático, estas etiquetas se vuelven identidades cerradas. Algunos adultos llegan a consultas diciendo “soy TDAH” basándose en un diagnóstico impreciso de la infancia, que marcó su vida y está relacionado con conflictos familiares.

Nombrar no es igual a comprender, y comprender no siempre significa clasificar.

Lo que llamamos déficit puede ser simplemente una forma distinta de percibir y relacionarse.

Por suerte, comenzamos a replantear estos conceptos también en otras condiciones que antes se estigmatizaban. No todo lo diferente es disfuncional ni todo lo que desafía normas sociales debe tratarse con medicación.

Quizás sea más importante identificar en qué contextos la persona no puede adaptarse convencionalmente.

La discapacidad no es absoluta, sino específica de cada área y momento, y debe reevaluarse periódicamente.

Este 13 de julio puede ser también un momento para flexibilizar ideas rígidas, escuchar más y etiquetar menos.

Para preguntarnos si realmente vemos a las personas o solo interpretamos informes.

Y, sobre todo, para recordar que ningún diagnóstico, por útil que sea, puede abarcar la totalidad de un ser humano y su entorno.

Porque el ser no está en lo que le falta, sino en lo que busca.

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