Economía política de la “justa medianía”
Francisco Valdés UgaldeA lo largo del verano han desfilado abundantes casos de exhibición de riqueza, buena vida o corrupción de personajes de Morena y conspicuos funcionarios del régimen. Varios de sus líderes se pasearon por Europa o Japón en hoteles y restaurantes de lujo gozando del reparador bálsamo para reponerse de sus extenuantes labores. Mientras gasten su dinero legítimo —aunque dudemos que lo sea— no debería haber problema, salvo para ellos mismos, que se afiliaron al culto de la “justa medianía”. Otros funcionarios han sido descubiertos en el disfrute de bienes de valores exorbitantes. Departamentos, relojes de lujo o fortunas que no se condicen con su mediano ingreso declarado y que se explicarían por dinero de origen oscuro. En la misma temporada hemos atestiguado que la hidra criminal alcanza a gobiernos y personajes que la protegen y alientan, y que el tráfico multimillonario de combustible extraído a “la nación” constituye un conglomerado transnacional altamente sofisticado de cuyas cabezas sabemos muy poco.
El acceso masivo al poder de la élite populista conlleva revelaciones de riqueza que no se reconcilia, como lo reclama a menudo la presidenta, con la “justa medianía” que se proclama como impronta esencial de su movimiento-partido. La denuncia o información de los hechos produce urticaria en el cuerpo de Leviatán, pero no hay de otra. Después de la desaparición del Inai el único acceso que tenemos a la información es a través de los medios. Dependemos de su avidez y su profesionalismo (o amarillismo) para enterarnos de la conducta de quienes viven del erario de los mexicanos y lo manejan. No pocas veces la comunicación es escandalosa y machacona, aunque hay periodistas que se toman en serio su tarea de investigar y revelar. A algunos ya les cuesta persecución desde algún órgano punitivo del Estado. Pero la inexistencia o inoperancia de medios de rendición de cuentas hace imposible que los castigos estipulados en las leyes tengan efecto para controlar la corrupción y la impunidad.
Como en muchos asuntos, el obradorismo es acusado por sus propios lemas. Una de las justificaciones que se ofrecen para legitimar el cuasi monopolio del poder político es que “no somos como los de antes”, los malos, que han sido desplazados por los buenos. Trata de convencer de que la probidad de su actuar es resultado de su bondad y del actuar conforme a la “voluntad del pueblo” definida por ellos mismos. Limitados a su arbitrio (lo cual es absurdo, porque el arbitrio siempre borra los límites), no tienen otro parámetro de conducta que la moralina de la prédica de su patrón y sucesores. Se miden por esa vara y no por el derecho, al que han tirado por la borda.
La buena voluntad autoproclamada es el lugar donde el diablo mete la cola. La “justa medianía” no es más que un disfraz ético vacío de toda prueba empírica y en su lugar queda la ausencia de límites característica de la monocracia. El obradorismo ha quitado los límites que ya se habían impuesto a través de instituciones de rendición de cuentas. La vigilancia del poder desde instituciones independientes ha sido destruida con la argucia de que la rendición de cuentas la puede hacer el mismo sujeto obligado de entregarla. Gracias a la transformación autocrática del Estado, vigilado y vigilante vuelven a ser una y la misma entidad.
Desde la antigüedad sabemos que el poder solamente puede ser controlado por constricciones eficaces. El sometimiento de los gobernantes a las reglas del derecho solo se cumple cuando hay certeza de que de no hacerlo se perderían fortuna, puesto o vida, o las tres cosas juntas. Si esa certeza no es sistémica no existe. Para eso se inventó el equilibrio de poderes junto con la democracia republicana moderna. El obradorismo la destruyó y ahora le pegan las consecuencias. Cuando se destruyen las amarras de la ley no hay moral que resista al canto de las sirenas, como a simple vista se observa.
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