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Los 15 mil millones de El Mayo y el final de una leyenda criminal

Mario Maldonado
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El capo más escurridizo y multimillonario de México, Ismael “El Mayo” Zambada, terminó por rendirse. En los ocho minutos que duró su mensaje ante el juez Brian Cogan relató su participación en el narcotráfico desde su adolescencia hasta el día de su captura o entrega pactada, en julio de 2024.

Ante la Corte federal de Nueva York, Zambada se declaró culpable de haber dirigido durante más de medio siglo al Cártel de Sinaloa, traficando al menos 1.5 millones de kilos de cocaína, además de fentanilo, heroína y metanfetaminas; admitió que ordenó asesinatos y pagó sobornos a policías, militares y políticos.

Y aunque no hubo un operativo espectacular, la captura de El Mayo será, eventualmente, motivo de un guion de una serie de Netflix. Fue subido discretamente a un vuelo privado que despegó de Sinaloa y aterrizó en territorio estadounidense.

El gobernador de la entidad, Rubén Rocha Moya, habría facilitado los canales para la entrega pactada, un rol que lo coloca en el ojo del huracán. El gobierno de Joe Biden no dio explicación alguna a la administración de Andrés Manuel López Obrador, que se enteró minutos después de que el capo ya había cruzado la frontera bajo custodia estadounidense.

La escena retrata el fin de una leyenda: el último gran patriarca del Cártel de Sinaloa negociando su entrega como si se tratara de un magnate de negocios y no de un criminal perseguido. Zambada aceptó un decomiso histórico de 15 mil millones de dólares, una cifra que, en términos prácticos, equivale a todo un imperio corporativo oculto, incluidas empresas de ganado, de productos lácteos, constructoras, guarderías, parques acuáticos y estaciones de servicio.

Las investigaciones del Departamento del Tesoro habían ido dibujando ese mapa desde hace más de quince años. La Nueva Industria de Ganaderos de Culiacán, con su marca “Lechería Santa Mónica”, fue uno de los primeros negocios señalados como fachada. Después vinieron Jamaro Constructores, Multiservicios Jeviz, la Estancia Infantil Niño Feliz, y empresas tan insólitas como el Parque Acuático Los Cascabeles o la Plaza Lomas de Culiacán. Todas, piezas del rompecabezas financiero de la familia Zambada.

Pero el dinero de El Mayo no se quedó en Sinaloa. El Tesoro de Estados Unidos documentó flujos que viajaron a través de casas de cambio, bancos y corredores de dinero que ofrecían depósitos en Hong Kong o California. Parte de esa fortuna se dispersó, como lo han hecho tantas redes criminales, en paraísos fiscales de Islas Caimán, Islas Vírgenes Británicas, Bahamas, Andorra, Suiza y Dubái.
El imperio de 15 mil millones de dólares de El Mayo es un espejismo contable: dinero desperdigado en ranchos, lujos, fiestas, armas provenientes de Estados Unidos, corrupción, caridad, cheques y compañías fantasma que quizá nunca volverán al erario.

Si se le midiera con la misma vara que a los multimillonarios mexicanos, El Mayo, con los 15 mil millones de dólares que le adjudica el gobierno de Estados Unidos, se colocaría en el podio inmediato después de Carlos Slim, cuyo patrimonio ronda los 82.5 mil millones, y de Germán Larrea, con 28.6 mil millones. En la lista de Forbes, el viejo capo sería el tercer hombre más rico del país, lo que revela hasta qué punto el crimen organizado ha sido una de las grandes industrias mexicanas.

Aun así, la experiencia con Joaquín “El Chapo” Guzmán muestra lo limitado del alcance real para recuperar el dinero. A Guzmán le impusieron una condena económica de 12 mil 600 millones de dólares y, años después, las autoridades reconocieron lo poco que habían logrado confiscar. Con El Mayo podría pasar lo mismo. El dinero es más bien un símbolo de justicia, un número que reconoce la magnitud de la operación criminal, pero muy difícil de recuperar y quizá apenas llegue a algunos millones en cuentas, propiedades o empresas que puedan ser embargadas en jurisdicciones cooperantes.

Mientras tanto, en México, el episodio abrió un nuevo frente político. La presidenta Claudia Sheinbaum aseguró que cualquier tema que tuviera que ver con nuestro país tiene que pasar por pruebas y por la Fiscalía General de la República; porque “hay un procedimiento”. El asunto es que el procedimiento ya fue unilateral, cuando las agencias estadounidenses operaron a espaldas de la administración mexicana para llevarse a El Mayo.

En Sinaloa se sabe que la caída de El Mayo no significa el final del negocio, pero sí una transición inevitable y, posiblemente, también un cambio de las reglas no escritas. El juicio y la confesión del fundador del Cartel de Sinaloa son un mensaje a los capos en libertad sobre que el tiempo de la impunidad absoluta se terminó.

Vale la pena recordar la entrevista que Julio Scherer le hizo a Zambada en marzo de 2009, y que fue publicada el 3 de abril de ese año en Proceso, la primera y única vez que el capo permitió que un periodista lo retratara cara a cara. Ahí confesó lo que seguramente sucedería tras su captura: “Si me atrapan o me quiebran, nada cambia”, dijo, “seguirá la misma cosa, y a lo mejor se ponen peor las cosas”. Admitió que jamás pisó una cárcel porque no soportaría estar encerrado y que siempre preferiría morir a vivir tras las rejas.

Scherer justificó aquella incursión con una frase que se volvió sentencia periodística: “Si el Diablo me ofrece una entrevista, bajo a los infiernos”. Era la manera de decir que la búsqueda de una buena historia exige arriesgarse hasta las entrañas de lo oscuro. En julio del año pasado, 15 años después, la justicia estadounidense bajó a su infierno, no para entrevistarlo, sino para sustraerlo sigilosamente y llevarlo ante la misma corte neoyorquina donde fue juzgado su compadre, El Chapo Guzmán.

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